jueves, 6 de septiembre de 2012

Monseñor Rivera y Damas


Por: Mons. Ricardo Urioste

Esta Arquidiócesis ha tenido el privilegio –regalo de Dios y de la Iglesia- de ser dirigida por excelentes arzobispos. En los últimos cincuenta y seis años, hemos tratado directa y personalmente a tres de ellos. Desde Monseñor Chávez y Monseñor Romero, los tres han constituido una constelación mayor en el cielo de este país y de la Iglesia.

Los tres fueron de profunda fe y piedad, los tres sintieron hondamente su responsabilidad de pastores en un país siempre perturbado. Para la patria dividida y en guerra, Monseñor Rivera fue un adalid de la paz. Fue el primero –con escándalo de muchos- que habló públicamente de la necesidad del diálogo y negociación, que le valió las diatribas de tantos. El impulsó que la evangelización y la pastoral han tomado en la Arquidiócesis, viene de su preocupación por sectorizar las parroquias e impulsar el Plan Pastoral. La Catedral inconclusa le ocupó y preocupó en los últimos dos años. Y dejó sólo convocado el Sínodo Arquidiocesano.

Atrevidamente, me introduje en sus habitaciones privadas al día siguiente de su muerte. Sentí el deseo incontenible de hacerlo. Sobre el respaldar de su cama había dos Cristos. En la pared, la fotografía de sus padres. Muy cerca, un estante con fotografías de sus hermanos y hermanas y sobrinos nietos, la Virgen de la Paz y de Guadalupe, fotos de Monseñor Chávez, del Papa y en grande, San Juan Bosco. Como buen salvadoreño, junto a su cama, un petate que usaría, quizás en las noches cálidas de nuestro trópico. Presidía toda la habitación un cuadro grande de María Auxiliadora y su nombramiento de Obispo auxiliar de San Salvador en 1960, a los 37 años.

En su estudio, María Auxiliadora de nuevo, San Juan Bosco, el Papa Juan Pablo II y Monseñor Romero. Alrededor de mil libros en diversos anaqueles. En su escritorio, la Biblia y comentarios en italiano del evangelio de San Lucas, una hoja manuscrita sobre la homilía que diría el domingo 27. Debió escribirla horas antes de su muerte. A un lado, una receta de su cardiólogo y ocupando un lugar principal, un libro de actas que en su portada dice: Diario de Monseñor Rivera, Liber Septimus, (Libro Séptimo). Ha dejado, de su puño y letra, siete tomos conteniendo su diario de Arzobispo. Un día, si así se determinara por quien competa, se publicará.

El día anterior a su muerte fue a confesarse, como lo hacía semanalmente. No encontró a su confesor habitual y fue en busca de otro. En el cielo celebró el inicio del adviento y el inicio del tiempo sin fin.
Gracias, Señor, por ese gran Arzobispo y concédenos un pastor que siga las huellas de Jesús y de estos eximios prelados.

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